miércoles, 22 de junio de 2016

EL JILGUERO

 

Ha sido sorprendente y hasta embriagador leer esta novela.  Su lectura finalmente se torna en un impulso adictivo ya que una vez iniciada se necesita volver a ella lo antes posible.  Su atmósfera envolvente provoca la sensación de querer  entrar en sus páginas, acompañar a ciertos personajes que logran traspasar la frontera del libro con sus ensoñaciones y conflictos. Esta novela nos habla de los otros que están en nuestro mundo cotidiano y miramos como un problema de orden social sin saber el mundo convulsionado que llevan dentro.  Seres que sin oportunidades han tenido que enfrentar el lado oscuro del destino porque no conocen otra forma de salir de la carencia sentimental, del abandono en el que han sido dejados y sus vidas cobran interés solamente cuando son útiles.

Donna Tartt es una escritora prolífica ya que cada una de sus novelas tiene un proceso de creación y maduración de diez años.  Su primera entrega fue El Secreto (1992), luego reapareció con Un juego de niños (2002), finalmente El Jilguero ( 2013) con el que obtuvo el Premio Pulitzer.  Es considerada el primer clásico del siglo XXI según la presentación de editorial Lumen.

RESUMEN

El eje central de la novela es el cuadro El jilguero, a través de sus 1.143 páginas, está narrada en primera persona, lo que permite una mayor cercanía, complicidad y conocimiento cabal del protagonista.  La novela parte en un hotel de Amsterdam donde Theo Decker sueña con la muerte de su madre ocurrida hace diez años cuando visitaban un museo de Nueva York.  Una niña pelirroja que va junto a un anciano logra captar su atención pero al cabo de unos minutos sigue su recorrido.  Al detenerse ante un cuadro recuerda que su madre dice: “Cuando veas un pétalo marchito o una mancha negra en una manzana, el pintor te está transmitiendo un mensaje secreto.  Te está diciendo que lo vivo no dura, que todo es efímero.  Muerte en vida. Por eso las llaman natures mortes, naturalezas muertas. Puede que con toda la belleza, y el esplendor, no veas de entrada la pequeña mancha de podredumbre. Pero si miras con más detenimiento ahí está”.

Mientras se acerca más al cuadro, ocurre una explosión, producto de un atentado terrorista.  Su madre, que estaba detrás de él, desaparece. Dentro del caos reconoce al anciano que agónico le entrega un anillo y una dirección, además le pide rescatar El jilguero, un cuadro del siglo XVII pintado por Carel Fabritus.   Este adolescente de 13 años, sale del museo con los dos objetos, desorientado y aún sin procesar la muerte de su madre, es acogido por los aristócratas Barbour, padres de su mejor amigo de curso. Al cabo de un tiempo decide entregar el anillo. Quien lo recibe en el negocio de restauración de antigüedades es Hobie Hobart.  En este lugar se reencuentra con la niña que le había llamado la atención en el museo.  Ella es Pippa y aún se encuentra convaleciente a raíz de las graves heridas provocadas en la explosión.  Theo comienza a visitarlos ya que encuentra en el humilde Hobie; comprensión y cariño, y en Pippa un amor que debe callar.

Conteniendo el dolor y las intenciones de explotar por la pérdida de su madre, la obsesiva presencia del cuadro El jilguero que debe ocultar en todo momento, Theo entrega lo mejor de sí, para no dar problemas en el hogar que lo acoge.  En pleno proceso de adaptación, aparece su padre, un alcohólico en abstinencia y apostador que lo había abandonado.  Contra su voluntad es llevado a las Vegas donde conoce a Boris, muchacho ruso de la misma edad, también huérfano de madre y con un padre alcohólico que lo golpea salvajemente cuando está borracho.  Ambos adolescentes ante la falta de una familia estable que los cobije, enfrentan y solucionan solos los altibajos que depara el destino.

Todo este universo lleva consigo el tráfico ilegal de obras de arte, la vida de un anticuario, el negocio y la restauración de antigüedades, las falsificaciones de las mismas, el amor por el arte, la embriagadora observación de un cuadro, la belleza de un mueble antiguo.  Además, en Theo, está presente el recuerdo de su madre, la culpabilidad de haber sobrevivido, el miedo a ser descubierto con el cuadro, los conflictos existenciales, el desborde de situaciones, la desesperación y los grandes momentos de alegría.  Pero también se encuentra la lealtad entre amigos y la dignidad de saber muy bien a quien se roba.

A pesar de la trama, ninguno de los personajes es víctima ni héroe, todos son personas con defectos y virtudes que viven sus vidas en la delgada línea que separa el peligro de la tranquilidad, la desesperación de la escurridiza calma. Es así como página a página Donna Tartt va tejiendo una telaraña que se convierte en la bola de nieve que desencadena una avalancha. 


EL PLACER DE LA LECTURA

Quiero compartir algunos de los varios pasajes logran cautivar:

Theo al contemplar el cuadro:  “… retrocedí para mirarlo mejor.  Era una criatura pequeña, franca y pragmática, no había nada sentimental en ella; y algo en la prolija y compacta disposición de las alas sobre el cuerpo, la luminosidad, la expresión alerta y vigilante, me recordó las fotos que había visto de mi madre cuando era niña: un jilguero con la cabeza oscura y la mirada fija”.

“… sacarlo de la funda y mirarlo no era algo que se pudiera hacer a la liguera.  Ya solo al ir a buscarlo experimentaba cómo me expandía, flotaba y me elevaba, y en algún momento extraño, cuando lo miraba bastante rato con los ojos secos a causa del aire acondicionado del desierto, todo el espacio parecía desvanecerse entre él y yo, de modo que cuando levantaba la vista lo real no era yo sino el cuadro”…

La madre de Theo amaba el arte, fue ella quien contagió ese amor y respeto ante una obra.  Momentos antes de la explosión explicaba a su hijo:  “Carel Fabritus era alumno de Rembrandt y maestro de Vermeer y este pequeño cuadro es, en realidad, el eslabón perdido entre los dos … Egbert era vecino de Fabritus y tras la explosión del polvorín perdió la razón.  Pero Fabritus murió y su estudio quedó destruido junto con casi todos sus cuadros menos éste.  Fue uno de los grandes pintores de su tiempo, en una de las épocas más importantes de la pintura”.

Theo describe los síntomas que padece cuando pasa por períodos de abstinencia ante las drogas:  “… trabajar me distraía del malestar. Los escalofríos llegaban a intervalos de diez minutos y luego comenzaba a sudar.  Mocos, ojos llorosos, contracciones sorprendentes.  El clima había cambiado y la tienda estaba llena de gente, murmullos y ajetreo; los árboles en flor de la calle eran blancos estallidos de delirio.  Tenía las manos firmes sobre la caja registradora la mayor parte del tiempo, pero por dentro sufría”

… “pero depresión no era la palabra.  Eso, era la caída rodeada de un dolor y una repugnancia que iban mucho más allá de lo personal: unas náuseas torrenciales y enfermizas hacia toda la humanidad y el empeño humano desde los albores de los tiempos.  La violenta repulsión del orden biológico.  La vejez, la enfermedad, la muerte.  No había escapatoria para nadie. Incluso los valientes eran fruta blanda a punto de pudrirse. Y sin embargo, la gente seguía cogiendo, reproduciéndose y trayendo nueva carnaza para la tumba; producir cada vez más seres para que sufrieran de ese modo era algo así como redentor, noble e incluso moralmente admirable; arrastrar a más criaturas inocentes hacia un juego en el que todos pierden”.

Descripción del momento en que consume:  “Boris tenía razón sobre la droga, era tan pura que una porción de tamaño normal me dejó tumbado y durante un intervalo indefinido, floté de manera agradable al borde de la muerte, entrando y saliendo de ella.  Ciudades, siglos.  Me deslicé dentro y fuera de momentos lánguidos, deliciosos, con las persianas bajadas, sueños de nubes vacías, sombras cambiantes, una inmovilidad como la de las maravillosas piezas de Jan Weenix, aves muertas con las plumas ensangrentadas colgando de una pata, y en el soplo de conciencia que me quedaba, creí entender la secreta grandeza de morir, toda la sabiduría que se le negaba a la humanidad entera hasta el mismo final: sin dolor, sin miedo, un magnífico distanciamiento, yaciendo en una capilla ardiente sobre la barcaza de la muerte y perdiéndose en las grandiosas inmensidades como un emperador que se va, se va, observando a todos los que correteaban a lo lejos en la playa, liberados de todas las viejas nimiedades humanas del amor, el miedo el dolor y la muerte”.

En fin, podría seguir copiando párrafos enteros con la idea de animarles a leer El jilguero novela donde algunos personajes como Hobie nos devuelven la fe en la humildad.  Boris entrega la ironía y  los chistes junto con su inquieta forma de ser.  Y también seremos testigos de la evolución psicológica de Theo que lo lleva finalmente, al legado inmaterial que su madre le inculcó de niño. 

miércoles, 11 de mayo de 2016

LA GUERRA NO TIENE ROSTRO DE MUJER


Se despierta sobre la ciudad una tarde nublada, el leve canto de un pájaro distrae mi lectura, cierro el libro y miro cómo las hojas de los árboles se han teñido de un color ocre romántico.  Desde este silencio, se oye el quiebre de las hojas cuando marchitas, se desprenden de la rama y luego, el gemido que emiten al caer sobre la húmeda tierra.

Retomo la lectura de “La guerra no tiene rostro de mujer” de la periodista bielorrusa y Premio Nobel 2015, Svetlana Alexiévich, quien dijo que buscaba un método literario que permitiera la mayor aproximación posible a la vida real, y lo consigue ya que rescata del olvido a más de un millón de mujeres que participaron en la segunda guerra mundial como francotiradoras, conductoras de tanques, enfermeras, camilleras, telegrafistas.  Los testimonios que Svetlana recoge de estas mujeres es que muchas anhelaban defender a su país, se ofrecían de voluntarias para ir al frente, pero la valentía se contrae y tiemblan de miedo, angustia y desesperación cuando deben matar de un tiro o con un puñal, a su primer enemigo.

Svetlana Alexiévich retira el velo que la historia oficial había puesto sobre ellas, nuevamente se pretendió invisibilizar o minimizar la participación activa de la mujer en el acontecer histórico.  Entrevistó a más de doscientas mujeres, fueron más de doscientos silencios que Svetlana tuvo que romper para llegar a la soledad callada que guardaron después de llegar del frente de batalla.  Algunas lo hicieron con el rostro quemado, otras con piernas o brazos amputados.  Todas las que regresaron perdieron una parte de sí mismas, a sus padres, hijos, esposos, amistades, perdieron su juventud en la guerra.

Hay testimonios que no se pueden olvidar, que no quisiera haber leído:  “Un bebé de un año pedía pecho, pero la madre tenía hambre, no había leche, el niño lloraba.  Los soldados estaban cerca… llevaban a los perros, si los perros le oían, moriríamos todos (30 personas).  El comandante tomó la decisión, nadie se atrevía a transmitir la orden a la madre, pero ella lo comprendió, sumergió el bulto con el niño en el agua y lo tuvo allí un largo rato … el niño dejó de llorar ..,. el silencio … no podíamos levantar la vista ni mirar a la madre, ni intercambiar miradas”.

Esta obra entrega voces íntimas, trágicas, voces arrepentidas de haber actuado de forma despiadada:  “Avanzábamos.  Entramos en los primeros pueblos alemanes. En las bodegas había vino … capturamos a unas chicas alemanas … y violamos a una entre diez hombres, … cogíamos a las adolescentes, a las niñas de 12 o 13 años, … si lloraban les pegábamos, les tapábamos la boca con algo, les dolía y nosotros nos reíamos ahora no entiendo como fui capaz de hacerlo, yo venía de una familia educada, pero lo hice”.

Vivían con el miedo permanente de morir, de matar, de tener que matar.  Este coro de testimonios entrega un abanico gris desgarrador, un pánico terrible ante la experiencia lectora de cómo se vive y se muere en una guerra.  La devastación de los campos, de los hogares, de los seres humanos que a pesar haber sobrevivido aún sueñan y se despiertan sudorosas, gritando enloquecidas porque aún temen, porque aún recuerdan:  “En la guerra no recuerdo pájaros ni colores.  Allí todo es negro, tan solo la sangre es de otro color, la sangre es roja”.

Existió otra forma de exterminio y fue el hambre: “En la ciudad, la gente caminaba y se caía de hambre.  Se morían.  Los niños venían y compartíamos con ellos nuestras escasas raciones.  No eran niños, eran una especie de pequeños ancianos.  Unas momias … después dejaron de venir. Probablemente se murieron”.

El anhelo por la paz, volver a sus pueblos y reconstruir sus hogares y vidas se ve empañado ante la crueldad e injusticia de quien gobernaba:  “Pensábamos que después de la guerra todo cambiaría, que Stalin confiaría en su pueblo.  La guerra aún no había acabado pero ya había trenes dirigiéndose a Magadan trenes llenos de vencedores.  Arrestaron a todos los que alguna vez habían caído prisioneros de los alemanes, a los que habían sobrevivido a los campos de concentración, a los que los alemanes habían utilizado como mano de obra. A los que podían contar cómo vivía la gente en otras partes.  Sin los comunistas.  Después de la guerra, todos cerraron el pico. Vivían en silencio y con miedo, igual que antes de la guerra”.

No ha sido fácil leer este libro, las emociones salen al encuentro y la respiración se detiene ante las escenas que la memoria va construyendo a medida que avanzo en la lectura.  En más de una página me detuve para dar gracias al universo de vivir en esta tierra enjuta a orilla del océano.  Vivir aquí y estar tranquila; a pesar de la desigualdad social, la delincuencia con y sin corbata, la falta de oportunidades, el olvido histórico de nuestra memoria y el descaro de los corruptos y arribistas.


“La guerra no tiene rostro de mujer” nos dice que cerca de un millón de mujeres rusas, ucranianas, bielorrusas, bálticas combatieron en el ejército rojo contra los nazis.  Este libro debería ser leído por quienes piensan que la guerra es la solución de algún conflicto, pero también debería ser material de estudio junto a los tradicionales textos de historia con la finalidad de conocer la radiografía del alma de quienes han tenido que tomar un arma, defender su tierra y matar al invasor.  Invasor que también tiene alma y también, es un ser humano.

miércoles, 30 de marzo de 2016

MARZO DEL AÑO 415 d.c.


En un día de Marzo pero del año 415 d.c. muere en forma cruel Hipatia de Alejandría en manos de los cristianos.

Nacida en el año 370 d.c. (aprox) en Alejandría, ciudad de Egipto, creció en el culto ambiente alejandrino, donde otras científicas como las alquimistas María “la hebrea” y Cleopatra habían dejado su marca.  De la madre de Hipatia no se tienen antecedentes, así que esta anónima mujer estuvo casada con Teón de Alejandría, ilustre matemático y filósofo, fue maestro de Hipatia, convirtiéndola en una gran mujer de Ciencia y Filosofía, algo inusual para la época, ya que las mujeres estaban destinadas solamente al hogar.

Teón tenía a cargo el museo, lugar dedicado a la investigación y enseñanza, esta institución había sido fundada por Tolomeo, emperador que sucedió a Alejandro Magno, fundador de la ciudad de Alejandría.  El museo tenía más de cien profesores y alumnos que asistían periódicamente, Hipatia, estudió aquí, y aunque viajó a Italia y Atenas para recibir cursos de filosofía se formó como científica en el Museo, permaneciendo en él hasta su cruel muerte.  El Historiador del siglo V, Sócrates Escolástico se refiere a ella diciendo “la belleza, inteligencia y talento de esta gran mujer fueron legendarios, superó a su padre en todos los campos del saber, especialmente en la observación de los astros”.

Enseñó e investigó durante veinte años matemáticas, geometría, astronomía, lógica, filosofía y mecánica.  Fue oficialmente nombrada para explicar las doctrinas de Platón y Aristóteles, además enseñó geometría, astronomía y álgebra.  Diseñó el astrolabio plano, que se usaba para medir la posición de las estrellas, planetas y sol.  Escribió aproximadamente 44 libros e inventó aparatos como el idómetro, el destilador de agua y el planisferio.  Estudiantes de Europa, Asia y África acudían a sus enseñanzas sobre “La Aritmética de Diofanto”.  Su casa se vio convertida en un auténtico centro intelectual.

Dejemos que nuevamente Sócrates Escolástico la describa: consiguió un grado tal de cultura que superó con mucho a todos los filósofos contemporáneos.  Heredera de la escuela neoplatónica de Plotinio, explicaba todas las ciencias filosóficas a quien lo deseara.

Fue heredera de un conocimiento que pocas veces se vio tan engrandecido, pero los cristianos identificaban este conocimiento con el paganismo por lo que quemaron y destruyeron todos los templos y centros griegos, obligando a las personas a convertirse al cristianismo, quien no se convertía era asesinado.  Hipatia se negó varias veces a convertirse como también a renunciar al conocimiento griego, a la filosofía y a la ciencia.  Fue en la cuaresma de marzo del año 415 que monjes encapuchados y vestidos de negro la sacaron de su carruaje y la arrastraron de los cabellos hasta dentro de una iglesia.  Bajo el liderazgo de San Cirilo y su mano derecha Pedro el Lector, la desnudaron y allí frente al altar y el crucifijo le arrancaron la carne de sus huesos con pedazos de ostras afiladas.  Después la despedazaron, arrojando finalmente el cuerpo mutilado a las llamas.

De este cruel asesinato en nombre de dios, Sócrates Escolástico escribe:
“Todos los hombres la reverenciaban y admiraban por la singular modestia de su mente.  Por lo cual había gran rencor y envidia en su contra y porque conversaba a menudo con Orestes y se contaba entre sus familiares, la gente la acusó de ser la causa de que Orestes y el obispo no se habían hecho amigos.  Para decirlo en pocas palabras, algunos atolondrados, impetuosos y violentos cuyo capitán y guía  era Pedro, un lector de esa iglesia, vieron a esa mujer cuando regresaba a su casa desde algún lado, la arrancaron de su carruaje, la arrastraron a la iglesia llamada Cesárea, la dejaron totalmente desnuda, le tasajearon la piel y las carnes con caracoles afilados, hasta que el aliento dejó su cuerpo, descuartizan su cuerpo, llevan los pedazos a un lugar llamado Cinaron y los queman hasta convertirlos en cenizas”.

Orestes informó del asesinato y solicitó a Roma que se iniciara una investigación, pero luego renunció a su puesto y huyó de Alejandría.  La investigación se posponía por falta de testigos y más tarde San Cyrilo fue canonizado y elevado a la categoría de santo.  Duele enterarse que por un afán de dominio y fanatismo religioso, mueran personas de gran inteligencia, que han aportado al desarrollo y evolución del pensamiento y de la ciencia. 


Con el asesinato de Hipatía en manos de los cristianos, se termina la enseñanza platónica en Alejandría y en todo el Imperio Romano, pero no mataron solamente a una persona, mataron a la primera matemática y filósofa mujer de la historia, y a la más notable intelectual de su época.  Hipatía, es considerada como símbolo del pensamiento libre, pero pagó con su vida su libertad, el amor a la sabiduría y a las ciencias.

lunes, 28 de marzo de 2016

El río Ouse un 28 de marzo de 1941



Un día como hoy, pero de 1941, Virginia Woolf, con 59 años de edad, decide caminar por segunda vez hacia el río Ouse.
Virginia plasmó en su obra literaria las dificultades de ser mujer, en un mundo dominado por el sexo masculino.  En su ensayo Un cuarto propio, revela con gran fuerza su pensamiento feminista denunciando la invisibilidad de la mujer, como también la dificultad para acceder a la universidad, la segregación por sexo en la educación, o los estereotipos en la novela.
Tuvo la percepción de que todos albergamos un secreto.  Quizás los abusos sexuales por parte de uno de sus hermanastros, la hizo silenciar y crear un mundo que no se puede compartir con nadie, así como, no se comparte con nadie un secreto.   Y su tristeza, quizás la obtuvo o se agudizó después de ser testigo de la muerte de sus seres queridos (primero su madre cuando Virginia tenía 13 años, diez años más tarde su padre y después una hermana).
Sumida en su propio universo y quizás para evadir tanta realidad comienza una búsqueda implacable de horizontes nuevos donde conocer y reposar su espíritu, en uno de sus diarios escribe:  “ Un descubrimiento en la vida, algo que uno pueda coger entre las manos y decir: esto es”.
Imagino que ese irrumpir, se refiere a sentir o tener algo/alguien que le recuerde que está viva.  O quizás experimentar un arrebato que estremeciera todo su ser, su permanente tristeza, o un arrebato, que estremeciera ese sentimiento de estar deshabitada, de caminar sola y abrirse paso dentro de sus propios miedos.   Al sentirse una extraña para sí misma busca en vano atrapar su esencia y reconoce su derrota ante el esfuerzo “La verdad es que no se puede escribir directamente acerca del alma.  Al mirarla se desvanece”.
Toda la obra de Virginia es una constante experimentación donde usa diversas técnicas narrativas que conducen a sus laberintos internos. 
Después de confesar a su esposo en una carta que presiente que enloquecerá de nuevo y que esta vez no lo podrá soportar porque está escuchando voces, que ya no puede luchar más, que ni siquiera la carta puede escribir y que no puede leer, le agradece la vida que han compartido juntos.

Luego, se comienza su caminata habitual, pero esta vez antes de llegar a la orilla del río, llena las carteras de su abrigo con piedras, con muchas pequeñas piedras y se adentra en las aguas y se entrega a la única condición que la podía salvar.

jueves, 17 de marzo de 2016

Un Exilio de Adriana Borquez A.




Adriana Borquez Adriazola, después del golpe militar ocurrido en nuestro país el año 1973, fue una de las personas que se entregó por entera a: socorrer a los perseguidos y víctimas de la dictadura, dando refugio a los prófugos y entregando vías de escape a quienes estaban en peligro.  Estas acciones tuvieron un devastador resultado, es exonerada de su cargo de profesora y en 1975: es detenida y llevada a Colonia Dignidad y posteriormente al otro centro de detención y tortura llamado La Venda Sexy.

A diferencia de muchos otros testimonios que pertenecen a la literatura testimonial de nuestro país, Adriana en su libro “Un Exilio” narra a través de un yo testigo la experiencia del desarraigo.  Comienza describiendo la habitación que le fue designada en el hotel de refugiados ubicado en Londres.  El cúmulo de emociones de estar viva ¿a salvo? en un no-lugar:  Sentada  en la orilla de aquella cama, mantenía la vista fija más allá de la amplia ventana, abstraída, sumida en mi dolor desconcertado y en recuerdos difusos …”.

Con la sensación de pertenecer a ningún lugar, Adriana trata de incorporarse a la comunidad chilena que sin acogerla, la recibe indiferente.  Comienzan de esta forma una sucesión de hechos que no están de acuerdo con su pensamiento y forma de cuidar y proteger a su propia familia.  Por lo que, ahora se ve enfrentada a: exigir sus derechos de sobrevivencia, mantener unidas a sus hijas, sanarse y sobrevivir en un país extraño.  Sobrevivir, a pesar del cúmulo de emociones que corren vertiginosas por su memoria: Traté de rearmar el mundo dentro de mi mente, para poder romper desde allí el marasmo que me dominaba.  A pesar del esfuerzo denodado, no lograba encajar las piezas de mi universo roto; era como si me faltaran pedazos de mi propia existencia, otros sobraban; me perdía en el laberinto de mi amnesia selectiva, de mis pesadillas recurrentes”.

¿De qué forma se enfrenta el destierro? ¿Qué hacer con el silencio traumático de quien ha sido torturado? ¿Cómo se unifica el espíritu destrozado a un cuerpo herido? “Había sido privada de todo -¡de todo!-, hasta del control de mis funciones fisiológicas”.

Adriana con gran fluidez narrativa va develando estas interrogantes, mientras trata de rearmar su vida.  En este camino protagoniza otras luchas, evidencia otras injusticias, denuncia el abandono del partido en que militaba y observa la buena vida de algunos chilenos que olvidaron la razón por las que se encontraban en Europa.  Con la ayuda de británicos y otras personas ligadas a los Derechos Humanos, se mantuvo fiel a su lucha y a sus principios humanitarios.  Fue así como creó el Centro de Documentación e Investigación “Búsqueda”, que fue un organismo de consulta de las Naciones Unidas.  Hoy, parte de sus archivos se encuentran en el Museo de la Memoria en Chile.

Con voz reflexiva, Adriana va entregando los diversos escenarios que tuvo que enfrentar.  Uno de ellos fue cuando se operó de las caderas y al despertar de la anestesia, el miedo volvió para hacer estragos en su mente:  Los dolores de la intervención quirúrgica pasaron a ser los padecimientos de la tortura:  las enfermeras y los médicos que me rodeaban se convirtieron en sombras amenazantes que en cualquier momento me volverían a conducir a la parrilla; las voces en inglés se transformaron en el alemán de mis torturadores del pasado”.

Sin embargo sus torturadores no la habían vencido, ya que no entregó la información que le exigían, con esa misma fortaleza férrea de su carácter, ahora ya libre, rompe los obstáculos que quisieron acallar su voz de denuncia ante los crímenes de la junta militar.  Es así como, a pesar de que debía rendir exámenes para lograr el grado de Magister en la Universidad de Oxford, se une a la huelga de hambre para impedir la tramitación de una ley de amnistía en Chile,  cruzó junto a los ayunantes permanentes, el barrio universitario y las calles centrales del comercio, hasta llegar al atrio de la iglesia St. Mary, en High Street.

Cuesta imaginar a una mujer con tantas limitaciones físicas a raíz de enfermedad y tortura, con la mente llena de fantasmas, con ataques de pánico, con tres hijas que la acompañan en el exilio y con dos hijos que la esperan en Chile, tenga la fortaleza y la convicción de permanecer, honestamente fiel a una causa.  Adriana es una de las personas que vivió con sentimiento de culpa si disfrutaba o se sentía viva en el país que la acogió, ya que el duelo por la derrota de un sueño de cambio social y la pérdida de amigos y compañeros no la abandonaban.  Regresó, como otros, a Chile con la intención de seguir luchando, pero ¿Qué fue del retorno?  Con profunda nostalgia dice que volver fue:  Lejanía, nuevamente, de lo que aprendí a amar, otras ausencias, otra rutina perdida, ajenidad, estupor de no reencontrar lo que tanto se añoró”.

Adriana Borquez, nos hereda en “Un exilio”, la capacidad de ordenar las experiencias de la vida, nos conecta desde su “yo singular” con la historia de una nación.  Logra tocar al lector con su experiencia y lo traslada a los confines del destierro, sin saber que, cuando llegue a su patria, sentirá otro exilio.